Hilario Fernández Sancho. (1845-1912)

 

               El día 14 de enero de 1845, festividad de San Hilario de Poitiers nace en Galilea  don Hilario Fernández Sancho, del matrimonio formado por Santiago Fernández Beltrán y Aquilina Sancho. Según su biógrafo, eran sus padres grandes practicantes de la fe católica, y su vida cristiana estaba cimentada por la limosna y el socorro que ofrecían a los pobres y necesitados.  Su casa estaba abierta a todo aquel que llamase en demanda de limosna, y una vez al año, sus hijos mayores llevaban hasta su domicilio a una familia necesitada para sacarles de sus penurias.  Nació don Hilario, como se ve, de una familia de profundas convicciones religiosas.

 

              

Hilario Fernández Sancho

 Muy pronto el futuro jesuita comenzó a despuntar en sus estudios, y sus padres decidieron que era hora de que abandonase la humilde escuela de Galilea y preparase su ingreso al Instituto Provincial

 

                              “… con algunas lecciones que le diera don Homóbono Carrillo, maestro de El Redal. “

 

El día 6 de septiembre de 1858, es decir, a los 13 años de edad, se matricular Hilario en el Instituto de Segunda Enseñanza de Logroño.  Allí comenzó el bachillerato y cursó y aprobó dos años de latín y castellano, además de otras asignaturas.

 

 

Su etapa en el Seminario

 

               En 1860 ingresa en el antiguo Seminario de Logroño como alumno interno gracias a una de las ocho becas que un antepasado suyo (Pedro Fernández de Balmaseda, ascendiente en 5º grado) donó al Seminario Conciliar de Logroño para que en él pudieran estudiar sus parientes.  Estas becas, llamadas de sangre, fueron aumentadas a catorce por los descendientes del mecenas.

 

               Un hecho, en apariencia insignificante, tuvo lugar aquel año de su ingreso que habría de tener gran importancia en el futuro de nuestro antepasado.  Regresaba de Roma el Arzobispo de Santiago de Chile, adonde le llevara su visita ad límina, cuando decidió adentrarse en nuestro país con el propósito de visitar nuestro legado histórico.  Al pasar por Logroño aprovechó para conferir la tonsura clerical a los jóvenes seminaristas, siendo uno de ellos Hilario que entonces contaba tan sólo 16 años de edad. Al finalizar, el Arzobispo de Santiago departió familiarmente con los jóvenes seminaristas, y al saber que Hilario tenía familia en Chile, se dirigió a él y le animó a que, cuando acabase la carrera, se trasladase al país andino, prometiéndole su ayuda, si así lo hacía.

 

               D. Hilario era buen estudiante y así lo demostró.  En tres años, de 1860 a 1863, termina Filosofía; y en cuatro más, de 1863 a 1867, Teología.  Con 22 años de edad tenía todos los conocimientos para ser ordenado sacerdote, pero como no alcanzaba la edad exigida por los cánones, tuvo que acudir al Papa Pío IX para que le otorgue la dispensa.  Con ella en la mano, el Obispo de la Diócesis de

Seminario

Calahorra, Sebastián Arenzano, le ordena sacerdote el día 21 de diciembre de 1867.  Pero D. Hilario era hombre de estudio y, ya ordenado sacerdote, quiso añadir un año más a sus estudios y en el curso 1867 a 1868 aprueba las asignaturas de Hermenéuticas Sacra, Patrología y Oratoria.

 

  

Alcanadre, su primer destino

 

               Terminados sus estudios era hora de pensar en el destino de D. Hilario.  En una Diócesis de escasa vida como la de Calahorra, no se ofrecía otra cosa que el servicio parroquial.  Así pues, el Obispo le encargó la vacante de la parroquia de Alcanadre, cargo que no carecía de importancia.

 

               En aquellas fechas la iglesia de Alcanadre tenía patrono lego y era el conde de Bornos quien la ejercía, y en consecuencia a quien le correspondía el nombramiento del párroco y de sus tres coadjutores.  Uno de estos tres puestos es el que se le ofreció a D. Hilario, siéndolo otorgado por doña María Francisca de Crespi condesa viuda de Bornos.  El 27 de febrero de 1868 se leyó el documento en la puerta de la iglesia  de Alcanadre, presentándose posteriormente nuestro párroco revestido de sobrepelliz y acompañado de dos testigos para tomar posesión de su cargo, según exigía el culto.

 

   

Alcanadre

            Según antiguos testimonios, la villa de Alcanadre era frecuentada por aquel entonces por maleantes y contrabandistas que alteraban la natural convivencia de sus moradores.  D. Hilario puso orden en el pueblo y en la parroquia -el párroco era ya muy anciano- y le dio tiempo, además, para cursar el 5º año de Teología.

 

               En septiembre de 1868 tiene lugar un acontecimiento de suma importancia en la vida pública de nuestro país.  Los españoles, cansados del desgastado gobierno de Isabel II, se revelan contra él en lo que la historia ha llamado la revolución septembrina, La Gloriosa.  El régimen monárquico, gobernado por hombres ineptos y sin escrúpulos, es conducido hacia un callejón sin salida y la Reina tiene que huir a Francia.  Aquella revolución social, que también tuvo algo de antirreligiosa, hizo que muchos hombres tuvieran que emigrar a tierras lejanas en busca de una paz que no encontraban en la convulsa España.  Uno de estos emigrantes fue D. Hilario que eligió la nación chilena como punto de destino, al hallarse residiendo en aquel país andino varios de sus familiares que en su día, años atrás, habían partido desde Galilea.

  

 Treinta años de estancia en Chile

 

               Desde el año 1869 hasta el 1899, el padre Fernández permaneció en Chile.  Los primeros pasos que dio en aquella nación fueron muy indecisos.  Don Manuel Fernández Cereceda y doña Ana María Íñiguez, su esposa, tíos de D. Hilario y dueños de una hijuela de la finca Bucalemu fueron quienes le llamaron desde ultramar.  Partió desde Lisboa en el mes de marzo de 1867 y, a mediados de abril llegó a Santiago de Chile.  El día 28 de ese mes el Arzobispo de Santiago le otorga la licencia ministerial.

 

               En la histórica hacienda de Bucalemu se habían formado dos hijuelas: la de Corneche y la de San Enrique.  La primera, propiedad de don Manuel Fernández de la Mata; la segunda de su hermano Domingo.  Para orientar la vida religiosa de los braceros ocupados en la finca de don Manuel, el padre Fernández es contratado como director espiritual, siendo éste su primer empleo en el Nuevo Mundo.

 

               Pero aquella buena noticia pronto fue empañada al comunicársele el fallecimiento de sus padres, en Galilea, entre los días 23 y 24 de abril de 1870, a causa del temible tifus.  Conocedor de la penuria en que sus padres se encontraban, dio orden de

 

                              “...cargar a mi cuenta todas las deudas de la casa; “

 

y para sus hermanos, que eran nueve, tres casados y seis solteros, dispuso

 

“...dividir por partes iguales, entre los hermanos solteros el haber de la casa, y cárguese a mi cuenta todo lo que falte para igualar a los tres casados con los seis solteros.”

 

               El tiempo fue pasando en el fundo de Bucalemu y dos Hilario continuaba ejerciendo su la­bor pastoral entre los trabajadores de aquel inmenso territorio.  Pero su vida comenzó a to­mar un nuevo rumbo el día 21 de octubre de 1872.  En aquella fecha es nombrado cape­llán del Asilo del Buen Pastor de Santa Rosa, verdadera cárcel correccional de mujeres de las que había en aquella fecha más de cien.  Este cargo de capellán fue para nuestro paisano como una especie de modesta presentación en sociedad de la capital chilena a través del cual comenzó a relacionarse con las familias católicas y pudientes que favorecían aquel asilo.  Entre aquellas familias se encontraba la formada por los hacendados D. Manuel Rencoré y doña Josefa Huidobro Morandé, que en enero de 1873 -verano en aquel hemisferio- le invitaron a veranear a su residencia de Catemu.

 

               Fue un lugar éste determinante en la vida de D. Hilario. En aquella aldea la familia Huido­bro poseía una magnífica finca de campo.  Tenía don David un hijo, Jorge, cuya educación religiosa fue encomendada a don Hilario.  En la finca de Catemu pasaban largas horas educándole en la religión cristiana  y enseñándole lo que convenía a su edad; pero también participando de sus juegos por las largas hileras de árboles de la finca campestre.  En definitiva que don Hilario se identificó plenamente con la hacendada familia Huidobro, llegando a ser como un hijo mayor.

 

               Los siete años que van desde 1869 a 1876, los primeros de su estancia en Chile, el padre Fernández de va introduciendo progresivamente en todos los estados de la sociedad chilena que le sirven de catapulta para acometer, en un futuro cercano, la obra evangeliza­dora que habría de llevar a cabo.

 

               A pincipios de este año de 1876, el ya anciano Arzobispo Valdivieso, funda una casa de ejercicios para la sociedad rica de Santiago de Chile.  Esta casa, llamada de San Juan Bautista, se crea en contraposición a la de San José, generalmente frecuentada por personas de condición humilde, y, al poco de su fundación, es nombrado don Hilario capellán-director, cargo que desempeñaría hasta el 9 de abril de 1899, es decir, más de veinte años.  Era aquella una hermosa mansión en la que nada faltaba: magnífica capilla, vastos comedores, y dormitorios, amplias galerías y claustros soleados, completados por ex­tensos paseos cubiertos de magníficos parrales.  En suma, era, efectivamente, un edificio exclusivo y alejado del bullicio de loas grandes ciudades convirtiéndose en verdadero centro del resurgir católico de Chile.  Y como los que iban a la casa de San Juan Bautista eran las personas más cualificadas de la aristocrática sociedad chilena, don Hilario pronto empezó a ser conocido en las altas esferas de la capital de los Andes.

 

               En 1878 muere el Arzobispo Valdivieso.  El gobierno liberal de Anibal Pinto intenta que la vacante sea ocupada por Francisco de Paula Taforó, prelado que se había mantenido contrario a la autoridad del Arzobispo chileno, pero la Santa Sede rechaza la propuesta gu­bernamental. El Vaticano envía a un delegado para informarse de la situación creada en el Arzobispado de Chile.  Éste llego a Chile en marzo de 1882 y en enero del siguiente año es expulsado.  La comitiva que se forma para despedir al delegado apostólico estaba formada por miembros de la Unión católica, a cuyo frente marchaba D. Abdón Cifuentes acompañado de su gran amigo D. Hilario.

 

Este antiguo partido conservador fue relanzado con la ayuda económica de 200 potentados chilenos que desembolsaron 1000 pesos cada uno.  En cada provincia se creó un consejo provincial y se acordó que los prelados pudieran nombrar un eclesiástico para cada concejo.  Para el de Santiago de Chile, es decir, para el primer departamento de la Unión Católica fue nombrado D. Hilario Fernández.  Era el 18 de julio de 1883.

 

               En este año nuestro paisano ostentaba la dirección de San Juan Evangelista, la de la sociedad San Luis Gonzaga, y además era el lider de la Unión Católica.  No es de extrañar, por tanto, que los jefes del partido político llegaran a celebrar sus reuniones en la casa de San Juan Bautista, y que D. Hilario los presidiera;  no se hacía nada sin su consejo, incluso se ha afirmado que era él quien gobernaba.   Lo cierto es que senadores, diputados y hombre de estado atravesaban con bastante frecuencia los umbrales de aquella casa.  San Juan Bautista era el centro de la Unión Católica.

 

               En 1885 este partido se presenta a las elecciones y consigue unos aceptables resultados, siendo elegidos varios diputados conservadores, a la cabeza de los cuales estaba Carlos Walker Martínez, íntimo amigo de D. Hilario, y pertenecientes ambos a la Sociedad San Luis Gonzaga.

 

La Sociedad de obreros de San José

 

               La preponderancia que D. Hilario había llegado a alcanzar en la causa católica chilena fue aprovechada para encauzar su esfuerzo hacia la población menos favorecida de Chile, creando así la sociedad Obreros de San José.  La sociedad chilena estaba dividida en dos tipos de personas perfectamente diferenciadas: las procedentes de los conquistadores y de los integrantes de la colonia española, y la proveniente de los pobres y humildes de aquel país, más o menos mezclados con los aborígenes. Para estos últimos, principalmente, se creó la sociedad en el año 1884, siendo presidente D. Juan  José Hevia y su director general, D. Hilario.  Su cometido era eminentemente social.  Según los estatutos los socios se comprometían a ejercer la caridad con los socios enfermos, proporcionándoles medici­nas y dinero; a crear escuelas para la ilustración y formación de sus hijos; a velar por la economía de los asociados, etc.  Más adelante se añadió a esto el derecho de jubilación por el que quedaban exentos de contribuciones especiales, sin perder los beneficios.

 

               D. Hilario puso todo su empeño para garantizar el éxito de esta obra.  Ocasiones hubo en las que, para darla a conocer, predicó tres veces en la misma noche y en iglesias diferen­tes.  El resultado fue un éxito asombroso y su extensión por toda la geografía chilena, implantando la obra en más de cincuenta circunscripciones.  Su preocupación por los socios le llevó incluso a salir él por las calles de Santiago a pedir trabajo para los necesita­dos.  Nada de lo que tuviese necesidad la clase trabajadora le era indiferente.  Para facilitar el ahorro a los trabajadores contribuyó a que se fundasen varios bancos en la capital chilena, de los que incluso se convirtió en agente para buscar accionistas.  No es muy fre­cuente que un hombre que se había convertido en referente de la opulenta sociedad chilena se entregase por completo a socorrer a las clases menos favorecidas del país andino.

 

               El intenso trabajo que D. Hilario dedicaba a aquella obra pronto empezó a reflejarse en la sociedad chilena.  Y su influencia se dejó notar en las elecciones presidenciales de 1886.  El entonces Presidente, Santa María, se enfrentaba en las urnas a José Manuel Balmaseda, oriundo de Galilea, nacido en el fundo de Bucalemu el día 19 de julio de 1840, y que a la postre sería el ganador de las elecciones.

 

               Al poco tiempo el país entró en una guerra civil y el presidente Balmaseda hubo de refugiarse en la legación Argentina en donde en 1891 puso fin a su vida.  Durante la contienda civil se cometieron actos de pillaje siendo acusado a los componentes de la So­ciedad de San José de haberlos cometido, llegando incluso a acusar a D. Hilario de haberlos cometido, cuando en aquellos días estaba atendiendo a los heridos en otra parte del país, e incluso atendiendo a meritorios dirigentes del partido derrotado en la embajada de EE.UU.

 

               En septiembre de 1895 se celebró en Santiago de Chile un sínodo de obispos después de 150 años. Los padres del Sínodo se hospedaron en San Juan, donde se celebraron también las sesiones privadas y fue D. Hilario el director del hospedaje.

 

               La Sociedad de San José fue la asociación popular cuya influencia social tuvo un desarrollo más extenso un grado de prosperidad material y moral más notable.  En 1898, fecha de su primera asamblea general, ya no era D. Hilario su director efectivo.  A finales de 1891 fue asumida por el sacerdote chileno y entrañable amigo suyo D. Juan Ignacio González.  Conservó, sin embargo, el título oficial de director honorario y protector, siendo reconocido como el verdadero fundador de aquella institución.

 

               Como complemento a la labor social desarrollada desde la Sociedad de San José, D. Hilario, con la ayuda financiera de D. Melchor Concha, fundó en el cerro de San Cristóbal la población de León XIII, con la finalidad de facilitar a los trabajadores vivienda cómoda y barata.

 

 La oratoria de D. Hilario

 

               El padre Fernández no sólo daba ejercicios en su propia casa de San Juan a sacerdotes y seglares, y en la de San José a trabajadores, sino que su oratoria se extendía a los demás centros de Chile.  Su predicación abarcaba todos los estilos de la oratoria.  Por lo general los temas de sus discursos eran de contenido moral y social y de apologética popular.  El profundo conocimiento de estas materias le facilitaba el armazón de sus discursos que eran concebidos con suma facilidad.  Tan saturado estaba de ello que con unos breves apuntes era capaz de dar forma a todo un ciclo de conferencias e incluso variarlas de un lugar a otro.

 

               Fue D. Hilario un consumado artista de la palabra y un maestro de la oratoria que supo valerse de los infinitos recursos del lenguaje para enseñar y convencer a sus auditorios.  Poseía el secreto de convencer profundamente y de persuadir con arte exqui­sito y maravillosa eficacia.

 

               D. Hilario predicaba siempre.  El día que no predico estoy ronco, decía.  Para él era una necesidad.  Un hombre así tenía que mover a las masas.  Durante varios años predicó en la iglesia de San Agustín la novena del Carmen.  Su poder de convocatoria era tal que, según parece, se cambiaba la hora de la cena para que las casas de mejor sociedad pudiera estar toda la familia lista para las siete de la noche y acudir a las conferencias.

 

               Su oposición a los regímenes liberales y laicistas que le toco vivir le hicieron exclamar desde el púlpito, dirigiéndose a la opulenta sociedad chilena:

 

“No fundéis capellanías; ya veis donde pueden ir a parar las que fundaron nuestros abuelos: a manos de los maso­nes del Gobierno;  No dejéis nada a los hospitales del Gobierno; no dejéis nada a las obras de filantropía del Estado, que de todo se sirve él, que son enemigos y tiranos nuestros.  Dejad vuestras herencias para hospitales católicos, para sociedades y obras netamente católicas, o en manos de las autoridades eclesiásticas, para que dispongan según convenga.  “

 

               Así hablaba D. Hilario y el pueblo, que le entendía, siguió sus palabras de tal manera que fue mal visto en Chile que una persona pudiente, al morir, se olvidase de los intereses de la iglesia.

 

  

Don Hilario y España

 

               D. Hilario no podía olvidar que era español, como lo demuestra el recuerdo permanente a la tierra que le vio nacer y los viajes que hizo repetidamente a España además de los buenos oficios que prestó a sus compatriotas establecidos en Chile.  Jamás se mostró indi­ferente a los acontecimientos que en su país se producías, a sus prosperidad y a sus desgracias.  Leía regularmente la prensa que le remitían y mantenía frecuente correspon­dencia con personajes de la política española.  Cuando la epidemia de cólera de 1887 no se olvidó de los españoles afectados.  La Sociedad de Beneficiencia Española de Santiago de Chile tuvo la feliz idea de establecer un hospital de cuarentena para los afectados españoles y aquel fue, durante los meses más críticos, destino obligado para D. Hilario.

 

               Los españoles le consideraban una gloria nacional.  Sabían que podían contar con él para cuento redundase en beneficio de su patria.  Al estallar la guerra de Cuba, en Chile, como en otros lugares, se formó un comité patriótico para recaudar dinero del que D. Hilario fue miembro activo.  Pero el mayor servicio que desde Chile prestó a España se debió a la la­bor de acercamiento entre las diplomacias de ambos países.  Cuando llegó a Chile, en 1869, apenas habían transcurrido tres años del bombardeo español a Valparaíso, efectuado el 31 de marzo de 1866 por Méndez Núñez.  En consecuencia las relaciones diplomáticas entre ambos países estaban rotas cuando el padre Fernández llega a aquel país.  El gran servicio prestado fue el de contribuir poderosamente, por medio de su enorme prestigio, a acercar los ánimos distanciados, y hacer olvidar el pasado.

 

 

Un conflicto Familiar

 

               En 1884, hallándose D. Hilario en España, se encontró con un lejano pariente llamado Ildefonso Fernández, quien había sido administrador de la hacienda Bucalemu, perteneciente, en parte, a D. Manuel Fernández Cereceda, tío de D. Hilario.  Ildefonso era heredero de una fuerte cantidad de dinero de la herencia de D, Manuel, muerto en 1882.  Pensó que nadie mejor que su lejano pariente  para, de regreso a Chile, recibir aquel dinero y girárselo de la mejor manera posible, salvo que, si en el cambio de moneda, salía perjudicado el producto de la hacienda, en cuyo caso se lo enviaría en trigo u otros productos chilenos, que luego vendería él en España.

 

               Aceptó D. Hilario pero antes, el 1 de marzo de 1884, firmaron en Logroño, ante notario y testigos, un poder por el que Ildefonso

 

 “...otorga, da y confiere todo su poder amplio y tan bastante como legalmente se requiere a D. Hilario para que en su nombre y representación administre, cuide y gobierne todos los bienes que le pertenecen y puedan pertene­cer en la República de Chile... y a tener por válido cuanto en virtud de este poder D. Hilario Fernández y sus sustitutos obrasen, se obliga en legal forma.  Finalmente, el día 11 de marzo, en carta formada en Madrid, le dice Ildefonso a D. Hilario, si acaso te surgiere alguna dificultad, te confiero por esta los más omnímodos poderes para que los resuelvas a tu criterio, que es y será siempre el mío. “

 

               No había sinceridad en sus palabras, como se verá.

 

               El 17 de abril de 1884 llega D. Hilario a Montevideo, camino de Chile.  Allí se entera que el cambio chileno está muy bajo y por lo tanto no conviene hacer el giro ya que representaría a Ildefonso una gran pérdida, cosa ya prevista.  Decide entonces D. Hilario enviar productos  chilenos a la capital de Uruguay para que, vendidos allí ventajosamente, le sea remitido el dinero a su pariente en España.

 

               Hallábase por aquellas fechas en Montevideo un conocido suyo, representante de una de las casas de comercio más fuertes de Valparaíso, y que le pareció el más idóneo para que fuese su agente en aquella plaza, aunque sólo podía recibir y vender los productos que él le remitiese. Ya en Chile D. Hilario, no sin muchas dificultades y molestias, consigue cobrar el dinero de la testamentaría que se le debía a Ildefonso.  Con él compra una gran cantidad de frijoles, y envía un cargamento de ellos al agente.  Pero los frijoles no pudieron ser vendidos sino a precio bastante inferior al que había calculado.  Por lo tanto no pudo enviar mucho dinero a Ildefonso.

 

Además, el agente de Montevideo, aunque requerido de continuo por cartas de D. Hilario para que liquidase el negocio, iba dando largas, pero el dinero de la venta no aparecía.  Para colmo, un banco de Buenos Aires, que tenía los depósitos del agente, se declara en quiebra.  Abrumado por estos hechos, el agente confiesa a D, Hilario que

 

 “...si algo se pierde, él se considera obligado a reponerlo y responderá del dinero que ha tenido la confianza de depositar en su poder.  “

 

               El 28 de junio de 1888, en Valparaíso, ente notario, el agente le exculpa de toda responsabilidad en aquel accidentado negocio.

 

               Ildefonso Fernández no creyó la versión de los hechos que le comunicó D. Hilario y en despecho lanzó contra él un folleto lleno de calumnias que fue publicado y distribuido  entre gentes allegadas.  D. Hilario intentó, sin conseguirlo, que nombrase Ildefonso una persona de confianza para examinar sus cuentas, proponiendo, entre otros, a D. Domingo Fernández de la Mata.  El folleto terminaba acusando a D. Hilario en estos términos:

 

Yo de digo: me has estafado 20.000 pesos.  Como ves, te calumnio; la vindicación es llevarme a los tribunales por calumnia.  Tienes, pues, dos caminos: o el de venirte a España a vindicar tu honor... o cargar con el sanbenito de estafador. ¡No vendrás! ¡No vendrás! ¡ No vendrás!”

 

               D. Hilario, a través de su hermano Gabino, lleva a Ildefonso a los tribunales de Logroño, imputándole la comisión de un delito de calumnias por escrito y con publicidad, delito que, por haber pasado más de seis meses, había prescrito, con lo que el acusador fue absuelto.  Más tarde el asunto del dinero fue puesto en manos de personas afines a ambos que tomaron la decisión de dividir la pérdida entre ambos contendientes.  Pero a esta sentencia jamás quiso atenerse D. Hilario.

 

Su ingreso en la Compañía de Jesús.

 

               Don Hilario había acariciado, casi desde niño, la idea de ser jesuita.  En diferentes épocas su deseo se hizo más patente y puede decirse que nunca murió del todo en él.  En distintos momentos pidió formalmente ser admitido en la Compañía.  Lo intentó en 1879, 1884 y 1895.  Hasta esa fecha los pasos siempre resultaron inútiles.  ¿Porqué no se le admitía? ¿Carecía de las cualidades necesarias para ser miembro de la Compañía de S. Ignacio?  Parece ser que no se le admitía porque su labor social, en defensa de la clase trabajadora y las buenas relaciones con la burguesía chilena, eran más interesantes a los ojos de sus superiores jerárquicos.  Pero D. Hilario no cedía.  A medida que pasaba el tiempo era más su deseo de entrar en la orden, la que concebía como el puerto de destino de su labor evangelizadora.

 

               D. Hilario va poniendo en orden su vida antes de dar el paso definitivo.  Cede la presiden­cia de la Sociedad de San José  y se reserva, solamente, el título honorífico.  La obra principal, la casa de ejercicios de San Juan, de la que en año 1888 ya había presentado la renuncia a seguir dirigiéndola, la pone en manos de un sobrino suyo, el joven sacerdote Cesáreo Fernández, adiestrándole en la dirección hasta que llegue el momento de aban­donarla.  Esto ocurre en abril de 1899, en que oculto y casi confundido con los prelados chilenos que iban al Concilio Plenario Americano, en Roma, cruza la frontera y se traslada a Argentina.  Su destino era claro: la Compañía de Jesús.

 

 

Campaña argentina (1899-1912)

 

               Buenos Aires, capital de la República Argentina, era también el centro gobernante de la Compañía de Jesús en Argentina, Chile y Uruguay.  El que iba a ser el superior de D. Hilario a partir de  entonces le ordena dar unas conferencias en Montevideo antes de ser admitido como nuevo miembro de la Orden.  Por fin, en julio de 1899 fue enviado a Córdo­ba para que, en la casa de probación que tiene allí la Compañía, comenzase su noviciado.  El 6 de julio inscribe su nombre en el libro de los admitidos.  Tenía 54 años.

 

               Esta segunda y última etapa de la vida del padre Fernández, es casi idéntica a la primera en Chile.  La ciudad de Córdoba sería el campo de operaciones de su nuevo ministerio social.  Le ocurrió al principio como le sucediera en Chile, estando algún tiempo indeciso y si orientación, pero una vez asentado en la Compañía de Jesús pronto empieza a moverse para repetir en este país la labor social y de protección al trabajador que llevó a a cabo en el país vecino.

 

               En 1906 se dona al obispado de Córdoba una porción de terreno con el exclusivo objeto de levantar casas para trabajadores miembros de la Asociación de artesanos de San José.  Se presenta un proyecto para su construcción, a cuenta del Gobierno, con la aprobación inicial del Gobernador de la Provincia.  Aquel proyecto se convirtió en firme el 21 de octubre de 1907 y aunque no parecía obra josefina, lo era en realidad, y el padre Fernán­dez, inspirador de todo, tuvo la seguridad de levantar cincuenta casas más para obreros.  En mayo de 1910 las casas estaban construidas y listas para ser entregadas.  El Presi­dente de la República entrega las llaves a los obreros, dirigiendo posteriormente la palabra.  Dirigiéndose al padre Fernández le pregunta sobre el costo de cada una de ellas, y habiéndoselo dicho al Presidente, éste le contestó:

 

                              “... sólo usted ha podido obtenerlas tan baratas.”

 

               Estas casas fueron construidas para los socios de la Asociación de Artesanos de San José, sociedad que, a semejanza de la creada en Chile, pretendía favorecer las condiciones sociales de los obreros argentinos.  Don Hilario se propuso desde el principio que la Asociación Josefina tuviese carácter de socorros mutuos, basados en la afiliación y pago de una cuota periódicamente.

 

               Para potenciar su trabajo en favor de la clase trabajadora, el padre Fernández crea una hoja divulgativa, sencilla y popular, y le da el nombre de El amigo del obrero.  Redactada en gran parte por don Hilario, solía contener todo aquello que pudiera interesar a los josefinos: documentos pontificios y episcopales sobre el espíritu que deben revestir las or­ganizaciones sociales católicas; leyes de protección social; comentarios de los sucesos del día; y, finalmente, proyectos y empresas de la asociación josefina en Córdoba.

 

               Tenía su domicilio social en la plaza de la Compañía de Jesús en un local construido sobre los terrenos adquiridos en 1907.  Pero dado el incremento de los miembros de la sociedad, el padre Fernández comprendió que era indispensable poseer un local más amplio donde cupiesen holgadamente los josefinos.  Concibió el proyecto de agrandar aquel local para convertirlo en la verdadera casa del pueblo del obrero cordobés.  Y como lo concibió lo realizó, el 28 de abril de 1912.  Fue un gran legado de don Hilario a la clase trabajadora argentina.

 

               Una vez terminadas las construcciones de Nueva Córdoba, que así se le denominó a esta barriada, su influencia se hizo sentir también en otras localidades de Argentina.  Fue el fundador o reformador de los círculos católicos de Villa Dolores, Río Cuatro, Santa Rosa, Villa María, y otras más-  En Alta Gracia estableció los socorros mutuos con fecha 25 de diciembre de 1907 y obtuvo de su gran amigo el doctor Juan F. Cafferata el obsequio de una parcela que la donó, en 1909, a los obreros de aquel círculo.

 

               En orden a la construcción de nuevas casas para obreros, hizo todavía más el padre Fernández: contribuyó a la creación del Banco Edificador de Córdoba, cuyos estatutos, d 1912, establecen que el objeto de la sociedad será el estimular el ahorro y facilitar el crédito a los asociados, concediendo préstamos a corto plazo para facilitarles la cons­trucción de su propio hogar.  La complicada y basta actuación del padre Fernández en fa­vor del pueblo cordobés le convirtió en un dirigente de la clase obrera en general, llegando a ser, en los últimos años de su vida, el hombre más popular de la ciudad argentina.

  

 

Muerte de Don Hilario

 

               Don Hilario, desde joven, tuvo problemas de salud.  El asma contraída predicando en las misiones de los fundos chilenos, le acompañó hasta la muerte.  Esa dolencia se le acrecentó hasta hacerle difícil el descanso nocturno.  Pero él intentó sortear siempre esta dificultad y no se preocupó mucho ni de su dolencia ni de su edad.

 

               En 1910 realiza su último viaje a Chile, posiblemente a petición de alguno de sus amigos que allí dejó, entre los que se encontraba el Arzobispo de Santiago, J. Ignacio González.  Antes de partir hacia el país andino, el Arzobispo le remite una carta en la que le da cuenta del actual estado de la Sociedad de San José, a la vez que le trasmite el ruego de que le encomiende a Dios ya que

 

                              “...estoy persuadido que me va a llevar muy pronto.  “

 

               Don Hilario visita y consuela a su amigo el Arzobispo y se dedica a dar conferencias, a señoras por el día y a obreros por la noche por toda la geografía chilena.

 

               De vuelta de su inolvidable y querido Chile dedica todas sus fuerzas a las distintas obras sociales de Córdoba que en aquel momento llega a su apogeo: barrios obreros, salón social josefino, asociación de maestras, patronato de presos... Cuando en abril de 1912 hubo terminado e inaugurado el salón josefino, manifestó claramente que aquella sería su última obra y que deseaba descansar en el seno de Dios.

 

               El invierno de 1912 fue bastante riguroso.  El padre Fernández, agobiado por los años, apenas podía con las inclemencias del tiempo y las molestias físicas y la fatiga crónica cada día le agobiaban más.  Don Hilario ya intuía que la vida se acercaba a su fin.  Al regreso de un viaje que efectuó a Buenos Aires, veinte días antes de su fallecimiento, le acompañó a la estación del ferrocarril el padre Borreguero.   Como es costumbre entre los religiosos de la Compañía de Jesús, al despedirse no se dieron la mano.  El padre Fernández subió al tren y no obstante haberse despedido con un abrazo antes de salir del colegio, en los instantes de la partida del tren, llamó al padre Borreguero y le alargó el brazo diciéndole: déme la mano.  Aquella despedida era la revelación de que el fin de sus días estaba próximo.

 

               El día 6 de julio de 1912 el ataque de asma era tan fuerte que sus amigos temía ya por su vida.  El Gobernador de Córdoba, Félix J. Garzón, amigo de D. Hilario, le remite una tarjeta en la que le dice:

 

Mi estimado padre y amigo: Acabo de saber de su indisposición.  Siento no poder disponer de autoridad bastante para ordenar; pero sí cuento con la necesaria para rogar al amigo viejo que se cuide.”

 

               En la noche siguiente descansó algo.  Pero en la mañana del día 11 de julio, acercándose muy de madrugada a su aposento, el padre Font oyó un desagradable ronquido.  Alertado, entró y escuchó al padre Fernández agitado y delirando.  Llaman al superior de la Com­pañía, que manda avisar al Dr. Pizarro que emite un desfavorable dictamen de su estado.  El examen del paciente reveló una infección generalizada en la sangre.  A las dos de la madrugada del día 12 de julio de 1912 una fatiga mayor anuncia que se acerca su hora.  Media hora más tarde D. Hilario muere.