SU RENUNCIA NO ADMITIDA
El nombramiento de Juan José de Tejada como secretario de la Suprema coincidió
con un momento convulso en la historia de España. El rey Carlos II, último de la
casa de Austria,
estéril y enfermizo, murió en
1700 sin dejar
descendencia. Durante los años previos a su muerte, la cuestión sucesoria se
convirtió en asunto internacional, e hizo evidente que la Monarquía Española
constituía un botín tentador para las distintas potencias europeas. Tanto
Luis XIV de Francia como
el
emperador
Leopoldo I de Austria
estaban casados con infantas españolas hijas de
Felipe IV, (los
esponsorios del rey francés con la infanta María Teresa fueron
celebrados por el tío de Juan José, el Arzobispo Diego de Tejada), por lo
que ambos alegaban derechos a la sucesión española.
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Felipe V |
Precisamente a través
María Teresa de Austria,
hermana mayor de Carlos II, el
Gran Delfín, hijo
primogénito y único superviviente de Luis XIV, era el legítimo heredero de la
Corona española, pero era ésta una elección problemática y por consiguiente
Francia pasaría a tener la hegemonía sobre las demás naciones europeas
Como consecuencia de ello,
Inglaterra y
Holanda veían con recelo
los resultados de esta posible unión y el peligro que para sus intereses pudiera
suponer la emergencia de una potencia de tal orden.
Los candidatos alternativos eran el emperador romano Leopoldo I, primo hermano
de Carlos II, y el Elector de
Baviera,
José Fernando. El primero
de ellos también ofrecía problemas formidables, puesto que su elección como
heredero hubiese supuesto la resurrección del imperio Habsburgo del siglo XVI
(deshecho por la división de la herencia de
Carlos V entre su hijo
Felipe y su hermano
Fernando). Francia e
Inglaterra, inmersos en la
guerra de la Gran Alianza,
pactaron la aceptación de
José Fernando de Baviera
como heredero al trono español, y en consecuencia el rey Carlos II lo nombró
Príncipe de Asturias.
El problema surgió cuando José Fernando de Baviera murió prematuramente en
1699, lo que llevó al
Segundo Tratado de Partición.
Bajo tal acuerdo, el Archiduque Carlos era reconocido como heredero, pero
dejando todos los territorios italianos de España a Francia. Si bien Francia,
Holanda e Inglaterra estaban satisfechas con el acuerdo, Austria no lo estaba y
reclamaba la totalidad de la herencia española. Entonces Carlos II testó a favor
de
Felipe de Anjou, si bien,
estableciendo una cláusula por la que éste tenía que renunciar a la sucesión de
Francia.
El pueblo español, hastiado del largo y agónico reinado de Carlos II lo recibió
con una alegría delirante y con esperanzas de renovación. Sin embargo, la
precipitación y prepotencia de Luis XIV hicieron cambiar la situación. La guerra
se inició al principio en las fronteras de Francia, y posteriormente en la
propia España, donde se trató de una guerra europea en el interior de España
sumada a una auténtica guerra civil, fundamentalmente entre la
Corona de Aragón,
partidaria del Archiduque, el cual había ofrecido garantías de mantener el
sistema federal y foral, y
Castilla, que había
aceptado a Felipe V, cuya mentalidad era la del estado moderno y centralista al
modelo francés.
Esta fractura social y sobre todo eclesiástica tiene su reflejo en lo que
el historiador Domínguez Ortiz dice al respecto:
«En los reinos de Castilla, las defecciones a la causa borbónica fueron muy
escasas; el altar, el púlpito, y hasta el confesionario, se utilizaron como
armas de propaganda a favor de Felipe V. El cardenal Portocarrero, Belluga
y el obispo de Córdoba alistaron escuadrones y regimientos. En Tarazona se formó
un regimiento de eclesiásticos cuyos capitanes y oficiales eran los canónigos.
El obispo de Calahorra llegó allí a caballo, capitaneando un batallón montado de
500 clérigos. Parecidas escenas se vieron en Murcia»
No menor pasión desplegaron los seguidores del archiduque.
«Cuando éste entró en Madrid, un fraile victorioso (Gaspar Sánchez, que luego
murió en estrechísima prisión) levantó partidas en su favor Al recuperar la
capital, Felipe prendió o desterró al patriarca de Indias, al Inquisidor general
y a otros personajes de menos cuenta».
En las órdenes religiosas se produjeron graves discordias; en general
«…los jesuitas se distinguieron por su celo borbónico, mientras los mendicantes
se mostraron austracistas. al menos, en la Corona de Aragón. Los capuchinos de
Valencia llegaron a empuñar las armas. Bastantes mercedarios fueron, después de
la guerra, desterrados a Nápoles. En Murcia los franciscanos.., fueron
detenidos, enviados a Madrid y reemplazados por otros procedentes de Andalucía»
Esta polarización entre el sociedad española, civil y religiosa, pero sobre todo
entre sus regiones, en donde Aragón quedaba bajo la influencia de los
seguidores austriacos, pudo ser la causa para que, apenas un año después de ser
nombrado consejero de la Suprema, el 15 de julio de 1702, nuestro paisano
presentara la carta de renuncia en Madrid al Inquisidor Mendoza. Esta renuncia,
precisamente, provocaría un enfrentamiento de poder entre el recién coronado rey
Borbón y el díscolo y autoritario Inquisidor General, que venía a poner en
evidencia la feroz lucha soterrada por mantener el control político sobre un
instrumento tan poderoso como era el Consejo de la Suprema.
Tanto la remoción como la renuncia o jubilación de los consejeros de a Suprema
corresponde aprobarla al rey. Cuando Juan José de Tejada presentó la renuncia a
su puesto de consejero, el Inquisidor General admitió el cese, no así el rey que
mandó continuase en su puesto, como efectivamente lo hizo. Mendoza «pretendió
defender» que Tejada no era inquisidor, al haber aceptado el su dejación. Y aquí
empezó el problema.
En virtud de este lance, Juan Fernando de Frías, fiscal del Consejo de la
Inquisición y partidario de Mendoza, elaboró un informe en el que manifestaba
que nadie podía ser inquisidor sin consulta del Inquisidor General, siendo éste
el competente para otorgar las renuncias. El referido aserto se trasladó al
monarca, quien a su vez —mediante decreto de 24 de noviembre 1703—lo remitiría
al Consejo para que expresara su opinión en torno al asunto. El Consejo, una vez
visto, designo a Lorenzo Folch de Cardona para que respondiese al escrito de
Frías.
A tal fin, Folch remitió otro informe —fundado en breves, bulas, decretos,
consultas y resoluciones—, el cual seria examinado y aprobado por el Consejo. El
resultado de todo ello fue la consulta de 4 de enero de 1704, en la que la
Suprema, entre cuyos miembros se encontraban enconados detractores de su
presidente Mendoza, se oponía al ideario del Inquisidor General.
El Consejo de la Suprema Inquisición se negaba reiteradamente a votar y firmar
tamaños abusos de poder del inquisidor Mendoza. Por tal motivo, tiempo atrás,
éste mandó prender a tres consejeros que se distinguieron en por su resistencia;
propuso al rey, con motivos ajenos de verdad, la jubilación de D. Antonio
Zambrana, Juan de Arzemendi (a quien, recordemos, sustituyó Juan José de
Tejada) y D. Juan Miguélez, y envió a este último preso, con escándalo
imponderable, a Santiago.
En definitiva era preciso poner remedio a las desavenencias continuas que se
sucedían entre el Inquisidor general y la Suprema en cuestiones de gobierno y de
jurisdicción, ya ordinarias, ya extraordinarias. La solución dependía únicamente
de la decisión que se sirviese tomar el monarca, en uso de sus facultades
soberanas.
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Mª Gabriela de
Saboya que no aceptó la renuncia de Juan José de Tejada |
Mendoza admitió ésta decisión en lo atinente a la jurisdicción eclesiástica
apostólica, pero, ausente Felipe V en Nápoles, la reina Maria Luisa Gabriela de
Saboya, como regente gobernadora, se negó a aceptarla, ordenando a Tejada que
continuase sirviendo su plaza en el Consejo. El Inquisidor general, según
manifestó al Romano Pontífice en misiva remitida desde Segovia el 19 de agosto
de 1702, consideraba que la resolución Real sólo podía afectar a los honores y
emolumentos que procedían de la liberalidad regia, pero de ningún modo a la
facultad de votar en causas de fe, una vez desposeído el renunciante de la
jurisdicción apostólica delegada.
El Consejo de la Inquisición, en consulta de 23 de agosto de 1702, sostuvo, por
el contrario, que los Inquisidores generales carecían de potestad suficiente
para remover, cesar o variar la condición de los consejeros de la Suprema, dado
que,
«sin el consentimiento de los señores Reyes no pueden los señores Inquisidores
Generales remover, ni jubilar a los consiliarios del Consejo, ni suspenderles la
jurisdicción eclesiástica y espiritual que al tiempo de la nominación de Sus
Majestades les confiere la Sede Apostólica, de quien inmediatamente la reciben
por medio de los títulos que los señores inquisidores generales les despachan»
A pesar de las protestas de Baltasar de Mendoza, y de conformidad con lo
ordenado por la reina gobernadora que coincidía con lo argumentado por la
Suprema, Juan José de Tejada siguió sirviendo su plaza y votando en las causas
de fe.
Pero el puntilloso Baltasar de Mendoza insistía. Desde su virtual destierro en
Segovia, en su Quinta de Lobones, alentó al fiscal del Consejo de la
Inquisición, Juan Fernando de Frías, para que redactase un escrito anónimo en el
que se defendiera e hiciese público que, una vez admitida la renuncia de Tejada
por el Inquisidor general, no podía continuar desempeñando éste su plaza, pese a
que el rey así se lo hubiere mandado.
A través de un R.D. de 24 de diciembre de 1703, Felipe V dispuso que se
remitiesen al Consejo de Castilla, para que dictaminase a la vista de ellos, los
autos y consultas evacuadas por el Consejo de la Inquisición con ocasión de los
procedimientos seguidos por el Inquisidor general Baltasar de Mendoza, tanto en
la causa del P. Fr. Froilán Díaz como sobre la jubilación de los tres consejeros
de la Suprema (Zambrana de Bolaños, Arzeamendi y Miguélez de Mendaña Osorio),
creación de empleos y oficios supernumerarios en perjuicio de la hacienda del
Santo Oficio y prosecución de Tejada García en el ejercicio de su plaza de
ministro de aquel Consejo, tras haber presentado su renuncia a ella.
En términos generales, como no podía ser de otra forma, la resolución última se
confirma con lo argumentado en la consulta, y con su conclusión, en la que se
instaba que Juan José de Tejada continuase sirviendo, como así lo hizo, su plaza
de consejero-inquisidor
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